Evidencia y certeza

Basta con visitar otra ciudad, otra colonia, cruzar la acera, salir de nuestro cuarto o encontrarnos con otro ser humano para comprobarlo.
Una de las muchas rutas que pueden tomarse para pensar es distinguir entre los conceptos: evidencia y certeza. Generalmente lo que consideramos evidente se nos impone como certeza, o dicho en otras palabras: creemos en lo que vemos. Y en principio parece bien, incluso obvio; bueno, intentaré reventar esa obviedad.

En primer lugar: recuérdese que la palabra “evidente” proviene de la palabra “ver”, y que la palabra “certeza”, viene del término “cierto”. Lo que vemos lo damos por cierto, es decir, lo visto es tal y como lo vemos. Así, la evidencia funda nuestra creencia en que las cosas son como las vemos.

Hay una experiencia que todo el mundo ha tenido en la infancia. Me refiero a aquellas ocasiones en las que siendo niños despertábamos a mitad de la noche y veíamos una silueta humana en la semioscuridad del cuarto. Era un ente amenazante que nos acechaba desde la oscuridad y que nos aterraba. Yo, lo confieso, imaginaba a una anciana malvada. Al encender la luz, descubríamos que la anciana no era más que un montón de ropa inofensiva que nosotros mismos habíamos dejado en el respaldo de una silla. Me interesa este ejemplo, porque en él está la clave: vimos con total contundencia (esto es la evidencia) y lo dimos por cierto, se nos impuso una certeza absoluta. La liga que va de ver a creer no necesariamente es correcta. No hubo error en la visión, puesto que la anciana estaba ahí, el error estaba en el juicio de realidad, en dar por cierto lo que teníamos enfrente.

El mismo esquema tuvo la teoría geocéntrica: en esa época todos veían (y nosotros lo seguimos viendo) que el Sol sale, sube y desaparece en el ocaso, que gira en torno a nosotros. Estas evidencias, sin embargo, producían una falsa certeza: creernos el centro del universo. ¿Cómo ir contra esta evidencia?, porque es indudable que así veían, y seguimos viendo, el movimiento del Sol: como si girara alrededor de nosotros. Pues reparando en pequeños indicios que no cuadran con la teoría, por ejemplo, se me ocurre un posible indicio: Si el Sol gira en torno de nosotros describiendo un círculo, o sea, manteniéndose equidistante, ¿por qué en unas épocas hace calor y en otras, frío?

Pensar es separar evidencia de certeza, pensar es darle una importancia mayor a los pequeños indicios, a esos vestigios o huellas que no cuadran con una explicación que se nos impone como certeza: pensar es poner en duda nuestras certezas.

Distinguir entre evidencia y certeza es un trabajo que parece imperioso en todos los campos de la vida: desde la ciencia hasta el amor, pues es igualmente equivocado pasar de una sonrisa —y todo lo demás— a creer que nos quieren, como equivocado es apoyarse en un cierto número de evidencias para concluir que nuestra teoría es cierta. Y hoy, no solamente es importante hacer la distinción entre evidencia y certeza sino vital, porque la gente no piensa, es decir, no distingue esos indicios que nos dicen a gritos que nuestras convicciones, el conjunto de nuestras certezas no sirven para explicarnos la diversidad del mundo.

La cantidad de imágenes en internet nos brinda tal cantidad de “evidencias” que entonces nuestras certezas dependen del bando que suba más imágenes u opiniones. Poner en duda aquello de lo que estamos convencidos es pensar.

La influencia determinante que tiene la evidencia (lo que vemos) para convencernos de que es cierta, de que es tal y como lo vemos, debemos dudar de todo si queremos hacer del pensar un medio eficaz no sólo para que el conocimiento avance, sino también para poner a salvo nuestra vida.

Sin embargo, hay un tipo de certezas que ni siquiera están fundadas en una evidencia —y me atrevería a decir que éstas forman el mayor porcentaje—. Me refiero a que muchas de nuestras convicciones están exclusivamente respaldadas por lo que se da por bueno en nuestro entorno. Así, repetimos “verdades” que hemos aprendido en la escuela o que hemos encontrado en los libros o que nos han dicho nuestros padres o nuestros amigos, o que nos dicen los políticos o que aparecen en los medios. No tenemos ninguna evidencia más allá de haberlo escuchado o leído, es decir, a trasmano: las consideramos certezas por la confianza que le tenemos a las fuentes de las que las obtenemos.

Es universal repetir que el agua es H2O, pero nadie lo ha comprobado por sí mismo y, sin embargo, lo creemos sin más ( por cierto que entre los cuatrillones de cuatrillones de moléculas de agua que hay en una alberca no es imposible que alguna sea H3O, es decir, agua ionizada), y todavía más, ni siquiera los químicos que tienen la evidencia de que el agua es H2O cuentan con una evidencia absoluta, es decir, no han revisado todas y cada una de las moléculas del agua que contienen todos los mares y todos los ríos y todo el planeta: analizan unas cuantas gotas y dan un salto inductivo: brincan de la experiencia concreta de unos cuantos casos a un juicio universal. ¿De dónde sacan esa confianza para asegurar que si ocurre en unos ocurrirá en todos? Pues de un principio metafísico que, también sin prueba absoluta, asegura que el mundo es un orden.

Somos extraordinariamente crédulos. Tenemos como certezas cuestiones que no nos constan y, en algunos casos, que no le constan a nadie: una de esas certezas tiene que ver con el Más allá y todo lo que creemos al respecto. Damos por cierto lo que nos dicta nuestra fe y no sólo respecto del Más allá, sino también del Más acá: estamos convencidos sin evidencia ninguna de nuestros juicios políticos, morales, estéticos… y vivimos con-fiados, o sea, con fe.

Y el viaje no necesariamente tiene que ser al extranjero, basta con visitar otra ciudad, otra colonia, cruzar la acera, salir de nuestro cuarto o encontrarnos con otro ser humano para comprobar que cada quien vive encerrado en su pequeño mundo de convicciones sin ninguna evidencia que las apoye. Y mientras menor sea el número de evidencias en que se apoya una certeza mayor es la violencia con la que se defiende. Pensar es también mostrar la falta de evidencia en que se apoyan las certezas.

¿Qué evidencias puede haber realmente cuando todo lo que vemos son representaciones en la conciencia? Representaciones que están segadas por el punto de vista, es decir, que dependen de nuestra edad, nuestro sexo, nuestra clase social, nuestra cultura o incultura, el idioma que hablamos, el puñado de palabras con las que hablamos o, dicho brevemente, por el individuo que somos.

Pensar es darse cuenta de la relatividad de nuestras evidencias, y empleo “relatividad” deliberadamente, pues en un mundo de certezas tan encontradas, como en el que vivimos, parece sano que los distintos se relacionen, que se percaten del frágil apoyo de sus convicciones y admitan a los distintos, porque todos compartimos la misma falta de firmeza en nuestras evidencias. Pensar sirve para desmoronar las certezas o, al menos,  para suprimir su violencia que se genera cuando el uno se entera de la existencia de las diferencias del otro.

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