Es hora de crear un nuevo Dios

Llegué a creer que el Dinero era el dios más universal...
Cuando llegué a este mundo, el dios que más adeptos tenía era el Dinero, su culto atravesaba como el aire todas las fronteras; incluso las fronteras de las religiones, pues en todas ellas había quienes lo tenían como el valor supremo de sus vidas. Era (y lo sigue siendo) un dios al que no afectaban las distancias geográficas ni la diversidad idiomática. En inglés o en chino, en alemán o en turco, en español o en árabe, en hindi o en bengalí… se escuchaban los rezos encumbrándolo, se le dirigían loas en todas las lenguas.

No lo noté al principio, pues, pese a que era un hecho más grande que una montaña, uno no puede ver aquello que siempre está ahí, pegado a uno hacia donde quiera que dirija la vista: que el dinero fuese el dios más universalmente amado era un hecho tan invisible como nuestra nariz a la que, por cierto, tampoco podemos ver. Tuve que viajar por las mentalidades para comprender que ya habían existido antes otros valores endiosados: tuve que ir a las sagas vikingas para descubrir que la Fuerza era tan amada como Odín; tuve que ir a la Grecia antigua para exhumar algo que habiendo sido un gran dios en el pasado no había dejado el menor rastro para cuando yo nací: no contaba ya con ningún adepto, al menos en mi entorno. Me refiero, por supuesto, al Honor. Ese valor había sido importantísimo y no sólo en la literatura homérica, sino en las calles de Atenas y había llegado hasta los romanos, como cuenta Montaigne en sus Ensayos al referirse al grupo de soldados que rechazaron el reconocimiento que se les ofrecía, pues  estaban convencidos de que el triunfo en la batalla se había debido a la suerte, a un azar en el que ellos podía confiar ciegamente, y no a la destreza de sus armas y menos a las estrategias del general que los comandaba; prefirieron por el Honor renunciar a la gloria que les ofrecía el senado y declinar todos sus beneficios. De ese tamaño era el Honor, imagínense.

Llegué a creer que el Dinero era el dios más universal y más reciente; sin embargo, ahora que ya llevo un buen rato en este mundo, veo un dios más nuevo, más reciente, un dios que hay que sustantivar, pues en el fondo es un adjetivo: Lo Divertido. De unos años para acá Lo Divertido es lo que acredita y da valor a cualquier cosa: desde la vida que para vivirla debe ser divertida hasta las matemáticas que, para merecer la atención del público, tienen que ser divertidas. Todo lo que hoy vale la pena se presenta como divertido. La literatura se anuncia como divertida, las playas se ofrecen como divertidas, las personas con las que queremos rodearnos nos parecen divertidas, el amor por supuesto, que es deseable por ser lo que es; es mejor si es divertido, y hasta el sexo, quiero decir, su práctica que es de lo más gozosa, no nos sabe si no es divertido. Lo Divertido es lo que todos queremos por encima de todo y hasta nosotros nos esforzamos por ser divertidos.

A los seres humanos también se les conoce por sus dioses y, no cabe duda, que los de hoy, al haber adoptado como dios emblemático Lo Divertido, son, somos, los más infantiles y ñoños de toda la historia. Mientras tanto exijamos, como ocurre ya, que la comida sea divertida, que la música sea divertida, que los números sean divertidos, que el pensar sea divertido. Pues cuando todos terminemos convirtiéndonos en payasos el mundo será divertidísimo.

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