Lo que me digo cuando me dicen
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Sus palabras tuvieron en mí tanto peso que terminaron por dirigir el rumbo de muchos de los actos que conforman mi vida desde entonces. |
Si uno no sabe hacia dónde queda una calle y se lo pregunta a un transeúnte, no importa la índole del transeúnte si las señas que nos da son las correctas; igual ocurre con el resultado de una simple suma o de una resta: nos lo puede dar hasta la calculadora que traen nuestros celulares. Así, 422 + 729 suman 1151 y lo tomo como válido sin que haga falta que sea un sabio, o una persona con doctorado en ciencias, quien me da la respuesta. Hay muchas cosas para las que no es relevante de dónde o de quién vengan.
Hay otras, en cambio, que sólo porque vienen de alguien muy especial para nosotros las tomamos en cuenta. De hecho, poseen sentidos muy distintos dependiendo de quién nos las dice. No es igual el halago si viene de un experto que si viene de un necio; aunque las palabras de uno y de otro pudieran ser puntualmente las mismas. Cómo me habría gustado que alguien de un alto nivel intelectual hubiera dicho de uno de mis escritos lo mismo que alguna vez me dijo mi vecino.
Esta peculiaridad del decir (que muy seguramente todos hemos experimentado) me obliga a dividir los dichos en dos grandes grupos: los que puede decir cualquiera y los que necesitan un portavoz particularísimo. Porque no es la misma opinión, por más que usen las mismas palabras, la que me da un médico que la que me ofrece la señora que me vende las tortillas.
Esta diferencia genera un asunto muy interesante: no todo lo que alguien nos dice está en el dicho, sino en quien lo dice, y tal vez ni siquiera en quien lo dice sino en quien lo escucha. No se trata de un juego de palabras. En el ejemplo del médico y la señora de las tortillas, queda muy clara la diferencia. No son las palabras, puesto que son las mismas y el mensaje que capto es distinto; pero quizá ese mensaje tampoco depende de quien lo dice, sino de mí, por darle más significado al mensaje de uno de los dos personajes. Lo que el médico y la tortillería dijeron fue: "No hay masaya".
Hay mensajes que no importa quién los diga y mensajes que dependen de quién los dice o, mejor aún, sólo hay los mensajes que dependen de quien los escucha o los lee. Obviamente, no me interesan los que pueden ser dichos por cualquiera; mi interés radica en los comunicados que dicen las personas que tienen o les atribuimos un valor para merecer la pena escucharlos. Estas personas hablan desde un sitio privilegiado para nosotros, quizá por encontrarse afectivamente más cerca de nosotros. En una palabra, lo diré con una muy al gusto de los psicoanalistas, los dichos que más peso tienen proceden de aquellos por quienes sentimos transferencia. Y uno de los autores por el que siento mayor transferencia es Henry David Thoreau, un naturalista y fabricante de lápices, quien en su libro más conocido: Walden o la vida en los bosques no sólo describe la naturaleza con la mayor de sus pasiones, sino que además define el valor de la vida humana para el mismo humano. Sus palabras tuvieron en mí tanto peso que terminaron por dirigir el rumbo de muchos de los actos que conforman mi vida desde entonces.
El asunto es muy simple: si me lo dice cualquiera, me entra por un oído y me sale por el otro; si me lo dice alguien a quien admiro, su dicho provoca en mí un efecto de cuidado: me hago cargo, lo tomo en cuenta, lo pienso y lo vuelvo a pensar en función de diversas situaciones, lo sopesa, lo calibro, en fin, soy yo quien encuentra el plus de significado, quien saca más de lo que el decir contiene. Al parecer, si las palabras son huecas cuando son dichas por cualquiera y yo las lleno de sentido cuando las dice alguien a quien aprecio, entonces las palabras en sí mismas son huecas, no comunican nada y es uno mismo quien se da a sí mismo el mensaje. Y tú, ¿te dijiste algo con todo esto?
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