Mi otra vida
Por supuesto, soy yo de nuevo quien grita al conductor una maldición.
En el primer caso, me aflige hasta el qué dirán de mí y, no se diga las pequeñas intrigas laborales y el dinero, principalmente, por el acelerado ensanchamiento del abismo entre los precios de todo lo que quiero o necesito y mi ridículo poder adquisitivo. Cuando me encuentro en esta modalidad tengo la visión clavada en la vida diaria, en el día a día cuyo torbellino me embrutece y no me permite levantar los ojos más allá de lo urgente, de lo imperativo, de aquello que me obliga a reaccionar como si me hallara en mitad de un incendio.
En el segundo caso, satisfechas o, por lo menos, acalladas esas urgencias, me detengo y me pregunto ¿qué es lo real?, ¿y cuál es el sentido de mi existencia? Soy, me digo, el resultado de la casualidad; nací aquí, pero bien podría haber nacido en cualquier parte o, incluso, no haber nacido jamás y, sobre todo, ¿para qué estoy?, ¿qué caso tiene todo lo que hago si, haga lo que haga, algún día tendré que morir? En estas ocasiones, la palabra “morir” retumba en mi cerebro no como un estribillo manoseado, sino como un verbo rotundo, contundente, que me provoca escalofríos.
Y siguen las preguntas: ¿esto que llamo Mundo es real?, ¿en verdad la imagen que producen en mí mis cinco sentidos, esa representación en mi conciencia, se parece siquiera al objeto mismo que capto?, ¿cómo es lo real al margen de mi percepción? Y de nada me sirve que los demás concuerden con mi apreciación, porque una alucinación colectiva no necesariamente garantiza que las cosas en sí mismas sean como las vemos.
Como podrá suponerse, con estas preguntas me pongo metafísico y, desde ahí, me importa poco no sólo el qué dirán, sino hasta el qué me harán que, eventualmente puede resultar mucho más peligroso. Pasan unas horas o unos minutos y, de pronto, ya es hora de comer o se me hace tarde para acudir a una cita y vuelvo a enfocar atención en lo urgente, en lo que está ocurriendo mientras yo estoy "ido", en el camión que viaja a una velocidad supersónica hacia mí mientras tomo la fotografía que ilustra este texto, y que me fuerza a brincar para salvarme. Por supuesto, soy yo de nuevo quien grita al conductor una maldición.
Así ha transcurrido mi vida: construyendo aquí, resolviendo aquí, malogrando aquí, y pensando en los asuntos más profundos, en los temas verdaderamente trascendentales. Y, la verdad, a veces envidio a quienes viven siempre en un solo plano, en el primer plano. Nada es para tanto.
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