El vivir de ahora

Yo, francamente no creo que una bocanada sea peor que las exhalaciones del Popocatépetl...

Con el pretexto que sea, con razón o sin ella, el caso es que en México, y en general en el mundo, se ha formado un asfixiante clima de intolerancia al que acompañan ánimos violentos que me hacen recordar con nostalgia un libro que leí hace tiempo: El individuo contra el estado de Herbert Spencer. Ahí le cogí cierta fobia a las leyes, pues el fondo profundo de las normas es, según este filósofo, limitar la libertad del individuo; cada ley, decía, se inventa para que la acción individual esté más regulada, sea más uniforme y todos nos volvamos menos espontáneos.

Hoy sabemos más y somos más, y estos dos factores tan sólo son suficiente para entender la necesidad de un mayor control. Lo entiendo; pero qué fastidio, por llamarlo de la mejor manera, se ha vuelto la vida en estos tiempos.

Yo crecí jugando en la calles. Por supuesto, eran menos urbanas. Podía jugar a la pelota en la calle,  bastaban un par de botes para imaginar una portería y cuando venía un auto alguien gritaba “tiempo” y, en cuanto pasaba el vehículo, reanudábamos el bullicio. También trepaba a los árboles y brincaba por las azoteas sin sentir miedo y, a pesar de que el asfalto ya lo cubría todo, conocí de cerca la naturaleza en los lotes baldíos: sobre una piedra platicaba con mis amigos rodeados de ratas, arañas y una que otra mariposa. Me pasé la infancia reuniendo gotas de mercurio que salían de los termómetros rotos y aquellas gotas magníficas rodaban en mis manos de una palma a la otra, bajo la mirada complacida de mis amigos que recién comenzaban a fumar y no paraban de arrojarme bocanadas de humo a la cara. No pasaba nada.

Nada de eso hoy es posible: está mal visto o prohibido o resulta en extremo peligroso. No pasaba nada: si uno no ponía atención en la clase o aventaba avioncitos era sacado del salón y lo mandaban al patio castigado; a nadie se le ocurría enviarlo con el psicólogo pues era etiquetado con una expresión que no pretendía ser categoría científica, uno era simplemente tachado de “travieso”, y nada más.

Hoy los autos se verifican, la carne contiene toxinas, el pan tiene gluten, la leche hace mal, el pollo está lleno de hormonas y ni hablar de fumar: se ha criminalizado a unos grados que el fumador se vuelve un paranoico al que, efectivamente, todos persiguen. Yo, francamente no creo que una bocanada sea peor que las exhalaciones del Popocatépetl o las tufaradas que sin cesar emiten las fábricas. Está bien, concedo que uno pueda ser responsable de la salud de los demás; pero insisto: que fastidioso resulta vivir ahora.

El individuo no sólo está más coartado por las leyes, sino por los demás que sin uniforme han asumido un papel de policías y se sienten, como en el Proceso de Kafka, con el derecho de meterse con uno, como si uno fuera un niño al que todos los demás deben corregir (que, dicho sea entre paréntesis, eso es precisamente lo que ocurre en el universo kafkiano: que al personaje adulto todos le dicen lo que debe hacer como si fuera un niño).

Y ya sé que es bueno para todos, dado que somos tantos y “sabemos” más, conducirnos con más tiento en el mundo: que es por el bien de todos. Pero qué ganas me dan de mudarme a una isla solitaria donde, incluso privado de los “beneficios” de estar en sociedad, presiento que me sentiría más libre y más contento que en este mundo lleno de leyes, reglas y restricciones.

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