Los soles del amor y la esperanza

 

estaba ahí, viéndome como imbecil y me dio pena...

Un lunes llegó Dios al bar donde cada semana se reunía un grupo de escritores a criticar a otros escritores: a los que no habían llegado todavía o a quienes jamás iban pues preferían juntarse para hacer lo mismo en el bar de enfrente. Ese lunes, Dios se había separado de sus actividades normales porque ya estaba harto de que esos escritores arremetieran contra la Creación, pues, cada que se cansaban de hacerlo con las creaciones de sus colegas amigos o enemigos, la arremetían contra el universo y se llenaban la boca con frases como: “¡Qué mala factura la del cosmos!”.

Y es que, a fuerza de practicar todos los lunes juntos y el resto de la semana, solos o en parejas, los escritores de ese bar habían desarrollado si no un gran talento para escribir, sí un talento de tal precisión y puntería para criticar que Dios se sintió herido y quiso escarmentarlos.

Obviamente no apareció anunciándose como su investidura lo merecía: no hubo despliegue de ángeles armados que replegaran contra las paredes a los parroquianos, ni una banda militar de serafines y querubines atronó con el himno de los cielos, sino que entró al bar disfrazado de escritor joven, es decir, como un tipo cualquiera. Los escritores habituales no se dieron por enterados y siguieron con sus chanzas:

—El libro de Juan se cae de las manos, ¡es un pobre imbécil!, ¿ya lo leyeron?
—No,  yo no pierdo el tiempo como tú.
—No, si yo tampoco: nada más le eche una hojeada cuando me lo regaló, ni modo: estaba ahí viéndome como imbécil y me dio pena…
—Para imbécil el que se ganó el premio de segunda novela. Eso de acostarse con esa anciana...
—¿Cuál?
—La octogenaria ésa, la tía abuela del dueño de la editorial.
—Bueno, pero ¿qué me dicen de la beca que se consiguió Pedro por lamepatas?
—Pues que le va a resultar muy útil,  no ven que ni de mecanógrafo la hace. Ahora sí va a tener de que vivir. No, ni eso, ¿saben en qué va a invertir el dinero?
—¿En huevos?
—No, bueno fuera; le va a pagar a un sello editorial importante para salir de inédito.

Dios se acercó a la mesa y dijo unas palabras; los escritores, como cualquier grupo con régimen de castas, se cerraron ignorándolo. Hizo otro intento y, gracias a su poder de ubicuidad, consiguió sentarse a la mesa; lo vieron con desprecio y en seguida empezaron a hablar de las veces en que habían estado juntos en “coloquios internacionales de escritores en el extranjero”; hacían gala de lo muy amigos que eran y se detenían en detalles minúsculos, esos que impiden que alguien más entre en la conversación.

Dios, demostrando su infinita misericordia decidió no enojarse, no se acordó del Diluvio ni de Sodoma, sino de unos trucos menores, unos trucos de mesa que siempre tiene a la mano y con voz relativamente tronante se presentó:

—Soy Dios— dijo, y la luz roja del bar parpadeó. Las sillas y las mesas titilaron al mismo tiempo.
—¿Y éste?— preguntó el más viejo de los escritores.
—Que es Dios, dice—respondió otro.
—Sí, soy Dios y he venido a darles la oportunidad de que inventen una historia en la que los personajes se mantengan instalados permanentemente en el vivir, con los soles del amor y la esperanza radiantes: sin que nada les moleste.—dijo— Estoy harto de que critiquen mi Obra. Demuéstrenme que pueden.

Los escritores pensaron que ya estaban ebrios; pero el vozarrón del extraño sujeto los intimidó y creyéndolo un demente, le dieron por su lado. Prometieron hacer esa obra, o morir en el intento, dijo el más viejo del grupo como para darle solemnidad al juramento.

Dios se fue como había venido: por la puerta. Los escritores intercambiaron unas miradas y al cabo de un momento, sin encontrar qué decir, se fueron despidiendo uno tras otro hasta que la mesa quedó vacía.

En el fondo del bar se escuchaba el eco de la música ranchera

... Arrieros somos
Y en el camino andamos
Y cada quién 
Tendrá su merecido
Ya lo verás
Que al fin de tu camino
Renegarás
Hasta de haber nacido...

En una de las últimas mesas había un pseudoescritor que hacía anotaciones en un pequeño cuaderno rojo y que desde la oscuridad no se había perdido ni un solo detalle de lo ocurrido
 —Voy a hacer mi propio intento— dije.

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