Una madriza

 

La primera vez que presencie una madriza ocurrió cuando yo tenía unos once o doce años...

Romperse la madre. Sentir el vértigo de la violencia. Trascender el miedo natural al dolor físico. Experimentar la tensión muscular y el hormigueo de la ira a cada altisonancia del adversario. Bailotear cinco u ocho segundos en lo que uno u otro suelta el primer madrazo. Sentir el ímpetu del puño contrario en los pómulos o entre ceja y ceja. Percibir ese olor extraño, acre y fugaz que invade las fosas nasales cuando nuestra cabeza sufre un impacto.

Cualquiera que sea la causa que origine una bronca entre dos personas, generalmente el preámbulo se reduce a un "¡Jo de tu pinch... Lo que quieras, wey!, ¡Va, cabrón...!". Luego viene el pandemónium coreográfico de patadas y chingadazos. Pero hablo de aquellas peleas a puño limpio en las que prevalece cierta tendencia gentil. Esas en las que , lanzando el último golpe, los exhaustos contendientes se dan la espalda y vuelven a su cotidianidad.

Experiencia límite, romperse la madre. Entran en juego el honor, el clan, la hombría, la cruz de su parroquia. La adrenalina de una madriza insensibiliza al peleador, que sólo advertirá el impacto de cada golpe, pero no el dolor, al menos no en ese momento. Sus brazos y piernas intentarán desestabilizar al enemigo, anular su guardia; buscarán su rostro porque no hay mejor acicate que ver su boca o nariz sangrante. Y más vale hacerlo pronto porque el agotamiento físico sobreviene en corto.

Cuando se gana, se experimenta un orgullo indefinible. Pero cuando se pierde, al dolor de los músculos, tendones y huesos del día siguiente lo acompañará una laceración en el alma que dura días. Peor que una resaca mortal.

La primera vez que presencie una madriza ocurrió cuando yo tenía unos once o doce años. Algún conocido iba a algún mandado en su motocicleta y decidió llevarme. Apenas habiamos avanzado una cuadra cuando vimos a un conocido suyo. Indudablemente ya había tenido un roce con él. Mi amigo detuvo la moto y me dijo "no te muevas". En un minuto alguien gritó: "¡Se están peleando!". Todos volteamos. Un camionero, repartidor de refrescos, gordo y desaliñado, había retado a mi amigo. Había una clara diferencia de edades: el camionero, ya un señor; mi amigo, un adolescente de unos dieciocho años. Nunca había visto a alguien combatir a puño con tanta contundencia. Mi amigo apretaba los dientes mientras soltaba sendos y exactos campanazos. Lleno de ira que lo movía a destruir al adversario, cosa que literalmente hubiera hecho si antes no lo apaciguaba la gente.

En otra ocasión, me percaté cómo un chalán de mecánico le buscaba la mirada constantemente y en plan de desafío al tendero del local que estaba frente a su taller. Allá en la colonia donde vivía. Un día, mientras yo volvía de la escuela, vi cómo se encontraron de frente. "Ahora sí va, cabrón". En un acto de elegancia, el chalán dejó sobre la banqueta unas refacciones que traía en las manos. Se dieron limpia y equitativamente. Sangraron en la más absoluta soledad de la calle.

Quizá haya una poética de la madriza: ésa donde se condensa el ritual instintivo de la defensa territorial, donde se despliegan las emociones contradictorias como el miedo y la rabia, sentimientos de jactancia y abatimiento. Danza extraña en la cual uno se mide a sí mismo y donde se constatan las posibilidades bélicas del contrincante. Donde caemos en la cuenta de que el gandalla no siempre resulta buen peleador y que el aparentemente manso se muestra como un auténtico madreador. Sin olvidar las peleas entre mujeres, en las que el jaloneo y los arañazos hacen evocar los combates felinos: duelos más amenazantes por la siempre temida intervención de las uñas.

Sin embargo, pasar por una calle donde años atrás presenciamos o nos dimos una madriza nos estremece el espinazo y nos recuerda que dentro nuestro hay un animal feroz agazapado al cual conviene mantener sereno y maniatado con buenas cadenas.

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